Alguna
vez leí una metáfora donde la vida se explicaba como un viaje. Una de esas
metáforas que te dejan maquinando, analizando, pensando. Y sí, en su momento lo
acepté y lo adopté en partes iguales. La vida era un viaje. Ahora sigue siendo
un viaje, supongo, pero con muchos viajecitos adentro. O por lo menos eso es lo
que yo espero para mi vida. Una sucesión eterna (dentro de mi pequeña eternidad
ficticia) de viajes. Incluyan o no equipaje, todos los viajes son bienvenidos.
Quiero
decir, ¿Existe en el mundo una persona a la que no le guste viajar? Sí existe
la gente que extraña demasiado, pero esa es una de las genialidades del viaje:
La vuelta. Nostálgica. Una mezcla agridulce de alegría y tristeza. Las ganas de
reencontrarte con lo tuyo, con tu mundo luchando contra las ganas de no
despedirte de ese nuevo lugar que hiciste tuyo. Porque claro, nuestros viajes
dejan una huella en nosotros, pero ¿Quién dice que nosotros no dejamos una huella
en nuestros viajes?
Querer
encarar la vida de esa manera, hace que, cualquier oportunidad de escapar,
aunque sea por una milésima de segundos, de la realidad diaria suene más que
tentadora. Ni hablar de la posibilidad de desaparecer más tiempo. Diez días
para ser exactos. Bolso en mano, valija al lado. Cinco amigas. ¿Es que acaso
una puede pedir más en esta vida? Supongo que no. Pero sí se puede dejar que la
vida sorprenda.
Veintiséis
horas más tarde llega un giro inesperado en esas crónicas que esperábamos
escribir. Bah, esperábamos. Esperaban que escribiera. Crónicas de un pelotudo,
quiso titular uno, varias horas (días) más tarde, robando mi idea del best
seller de la amistad que tenía planeado. Las crónicas de escaparnos del mundo
yéndonos al norte y ver que otro mundo nos esperaba allá.
Otro
mundo que incluía fritura en exceso, Ruffles diarios, pancitos Seven Boys, rastas,
bates de baseball, turismo aventura, una cantidad de problemas, ojotazos, mala
suerte, caídas, abdominales inexistentes, chefs, bombos, arquitectos y muchísimas
cosas más, como ese giro inesperado.
Ese
factor desencadenante. Desencadenante de millones de frases para el libro, y de
una sobredosis de carcajadas que difícilmente alguien pueda llegar a superar en
algún momento. Un factor desencadenante con nombre, apellido y apodo.
Treinta
y un horas más tarde y un par de amigos de primaria que me obligan a pasar más
tiempo escribiendo que el que verdaderamente esperaba. Esas amistades
preescolares que conocés a los diecinueve barra veinte (según indican nuestros
documentos), y que llegan en el momento justo.
Aunque
el factor desencadenante de, por lo menos, la mitad de las anécdotas de ese
pequeño lapsus de escapada del (mi) mundo, no es lo que me está motivando a
escribir en este instante. En realidad no puedo decir que haya algo puntual que
me motive. Creo que es un poco de esa mezcla agridulce, pero más amarga que dulce, cargada de la melancolía de extrañar un lugar que sentía que me (nos) pertenece.
Ojo,
lejos estaba de ser mi lugar en el mundo. Pero la compañía era mi casa, y yo no
soy del grupo de los que extrañan. O mejor dicho sí, pero los que extrañan al
revés. Los que extrañan el viaje y no añoran la vuelta, ese es mi grupo. De
cualquier manera, estando en casa y dejando que la vida nos (me) sorprendiera,
me encontraba en uno de esos momentos en los que ya no se puede pedir más. Creo
que son pocos en la vida, y hay que saber aprovecharlos.
Para ser
sinceros, del uno al van a ser diez días inolvidables, yo estaba en cero. Cero
motivada, cero ganas de viajar, cero expectativas. Cero. En serio. Sé muy bien
que estando con amigas, con la familia que yo elegí, es muy difícil pasarla
mal. Y tampoco es por agrandarme, pero nadie tiene un círculo que incluya una
creída, un mordelón, un koala, un culito mandril y una chombi, si las tuvieran,
sabrían perfectamente que es imposible no reírse hasta tener dolor de panza.
En este
punto, la pregunta de muchos será ¿Por qué tan pocas expectativas, entonces? Ni
yo misma lo sé, pero en parte me alegra. Quiero decir, a pesar de la poca onda
que le estaba poniendo, sabía que me iba a divertir, que me iba a reír, y que
se me iban a acalambrar los cachetes de tanto sonreír, porque con ellas cinco
al lado se me hace inevitable. Pero todas esas sensaciones se multiplicaron por
un millón. Todos aportaron su granito de arena.
Realmente
no sé bien cómo debería llamarle a esto. Puede que sea el prólogo al best
seller de la amistad que no pretendo escribir, porque para mí, se escribe solo,
y las palabras pasan a estar de más (y porque esas cinco casas ya tuvieron en
su momento su capítulo de un wannabe best seller, que a mi parecer vale mucho
más). O quizás no. Quizás es la manera que encontré de saciar mis ganas de
escribir, y de hacerles saber, sutilmente (o no tanto), que ese viajecito de
vida, repleto de vida, superó mis expectativas ampliamente. El (re)encuentro no
previsto con los amigos de la primaria no hizo más que aumentar las risas. Y el
encuentro previsto con mi familia de la vida no hizo más que alegrarme el corazón.
Los amigos de la primaria también se encargaron de eso, aunque no tengan ni
idea, ni tampoco hayan tenido la obligación. Pero supongo que es porque las
amistades preescolares son así, más relajadas, más naturales, sin tapujos.
La vida
será un eterno viaje, o una sucesión de viajecitos, realmente no sé, tampoco
estoy demasiado preocupada por saber cómo llamarlo, mientras me encuentre
viajando con ellas como mi casa.
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