viernes, 8 de enero de 2010

Tormentas

No entiendo muy bien qué es lo que me llevó a este momento, a estar acurrucada en una esquina de mi habitación, a oscuras. No estoy segura, pero creo que tiene que ver con parte de mi infancia que había quedado en el olvido. La había sepultado y cerrado con siete candados. O por lo menos eso era lo que yo pensaba. La tormenta eléctrica que cada tanto iluminaba toda la pieza como si fuera el flash de una cámara, pero potenciado, me había hecho acordarme de la misma situación unos cuantos años atrás.
Un vacío inmenso se apoderó de mí, sentía un hueco en el pecho que me dificultaba la respiración. Las lágrimas empezaron a recorrer mis mejillas y la sensación de estar muriéndome se había plantado, firme y segura, en mí. Sabía que todo era una cuestión mental, que tranquilamente lo podía controlar, pero esta vez había algo diferente a las veces anteriores. Esta vez me invadía el miedo. El hueco en el pecho se agrandaba, mis lágrimas se habían triplicado, e intentar llenar mis pulmones de aire era un esfuerzo sobrehumano.
Como si un balde de agua fría se me hubiese caído encima, me estremecí, y quedé paralizada, completamente sorprendida. Sentía como si de repente, mi infancia hubiera vencido a los siete cantados, y ahora luchaba por salir a la luz, mandándome imágenes, idénticas a las que estaba viviendo, pero con unos cuantos años menos.
Me acuerdo que cuando era más chica, le tenía pánico a las tormentas. Cosa extraña, porque la lluvia me encantaba, pero las tormentas era algo con lo que no podía lidiar. Quizás tenía relación con que cada vez que había tormentas, siempre pasaba algo malo. Siempre había por lo menos una mala noticia, y siempre me dejaban sola. Capaz el miedo a las tormentas, en realidad era una forma de tapar el miedo a la soledad, y yo no me daba cuenta.
Cuando tenía siete años se había largado una tormenta eléctrica de la que nunca me voy a poder olvidar. Como de costumbre, me habían dejado sola, y era de noche, mis viejos se habían ido pensando que estaba dormida, y ahí empezó lo peor. Nunca me agarraban ganas de ir al baño una vez que ya estaba acostada, pero por alguna extraña razón, ese día fue la excepción. Fui al baño, y cuando salí, mi pieza ya no estaba. Un árbol se había caído, aplastando una mitad de mi casa, corrí y me acurruqué en una esquina de la pieza de mis viejos, esperando que a que, una hora más tarde, llegaran.
Con el tiempo aprendí a luchar contra ese miedo. A los nueve descubrí que mi sábana era como un escudo. Cada vez que tenía miedo, acostaba, me tapaba toda con mi sábana-escudo y cerraba los ojos hasta que todo lo malo pasara. La mayoría de las veces funcionaba, y eso me dejaba un poco más tranquila.
Pero ahora eso no me deja tranquila, ahora tengo veinticinco y la historia se repite. Me siento chiquita, me siento indefensa, y por sobre todas las cosas, me siento sola, y eso es lo que más me aterra. Y cierro los ojos, los apretó fuerte esperando a que todo pase, y siento que vuelvo a tener nueve años.
De a poco me voy calmando. El hueco en el pecho se achica y me deja respirar, las lágrimas cada vez salen con menos frecuencia y la sensación de morir desaparece, se va, vaya uno a saber dónde, de la mano con el miedo.

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